viernes, 8 de mayo de 2009

lo ke pasó después: 4 ángeles ke caen, caen, caen, caen

ESTAR MUERTO
(epílogo)

No es como todo el mundo se lo imagina.
A veces la gente piensa que se trata de no sentir nada. O de sentir un placer que nunca concluye. O quizás piensan que es estar como en un microndas, friéndose para siempre. Quemándose por dentro y dando vueltas, hasta el fin de lo eterno.
Estar muerto es más bien sentirse solo. Realmente solo. No nada más sin nadie a quién ver o a quién hablarle.
Es quedarse sin palabras. O con demasiadas palabras. No hay cosas o personas, o sentimientos, ideas qué nombrar. No hay en qué poner la mirada, en dónde situar una emoción. Un golpe. Sobra la rabia, y la ternura.
Y a veces hasta el deseo.
Por ejemplo, ayer pensé que había ángeles. No sé por qué siempre me imagino a los ángeles como mujeres desnudas. No del todo desnudas, sino con una especie de vestido flotante, o una tela, tal vez azul, o blanca con matices azules, que vuela, y se desprende, dejando al descubierto los hombros, los senos, quizás el ombligo, mientras con una lentitud de pluma que cae, las alas se mueven dulcemente.
Sé que es una imagen trivial, como la de la victoria alada de la columna de la independencia. Pero eso es lo que vi.
O lo que pude pensar que existía. Cuatro ángeles. Una mujer un poco más que adolescente, otra de una juventud temprana, otra más casi en la madurez y la última en la plenitud del ser femenino. No son las cuatro edades clásicas, porque un ángel no puede, no debe tener infancia y mucho menos envejecer. Imposible pensarlas, siquiera a alguna de ellas, con el cuerpo totalmente liso, o con las chichis caídas, el cutis marcado por arrugas y un rictus en despedida de cualquier lozanía.
Pero de qué sirve su presencia. Están ahí, las cuatro mujeres, aladas y prodigiosas. Desnudas e inmóviles. Sin hablarme, sin mirarme. Sin una palabra. Intuyo su perfume. Quiero tocar su piel. Anhelo ser acariciado por sus voces. Y me acerco. Pienso que me acerco. Siento que ya casi estoy junto a ellas.
Y mueven las alas.
Una brisa que nunca hubiera imaginado.
Y pienso que voy a tocarlas. Que ellas desean ser tocadas. Aunque no me vean. Aunque no me hablen. Desean ser tocadas. Creo que su respiración es rápida, que sus alas se mueven como fuelles invisibles, silenciosos; auras excitadas. Oh, calientes. Sí, prodigiosas y cachondísimas. Si tuviera corazón, ya estaría rompiendo sus ligaduras, como un caballo enloquecido. Si tuviera pito, ya estaría a punto de estallar, como una espada en la la batalla... Pero estoy muerto.
...Y ellas... Ellas no. Al fin parecen moverse hacia mí.
Y sin embargo caen. Se despeñan. Defenestradas por una fuerza incomprensible. Quizás por Dios que siente envidia.

Hoy, otra vez, las veo. Deseo tocarlas. Deseo poseerlas. Pienso que ellas también están muy calientes, dispuestas; seres de luz deseante. Húmedas. Ardientes. Totalmente dispuestas, sí.
Y extiendo mi tacto hacia ellas. Hacia su piel. Hacia su desnudez celeste.
Y se abaten, se desploman; se precipitan. Desaparcen lentamente.
Quizás no vuelvan más. Tal vez mañana estén aquí de nuevo. ¿Cómo saberlo?
Estar muerto es pensar en cuatro ángeles que caen, caen, caen, caen.
O algo...
L

lo ke pasó después: 4 ángeles ke caen, caen, caen, caen

II
Dios sólo se da cuenta de que la muerte existe cuando sus ángeles desaparecen inesperadamente. Y eso fue lo que pasó: no desaparecimos, no del todo, pero sí nos transformamos.
Nos llamaban megarealistas, a veces incluso gigarealistas. Éramos una vanguardia prodigiosa. Pero virtual. No supimos más que publicar en la web. Vivir en la red. Multiplicarnos en el espacio y tierra de nadie de la virtualidad. Y del virtuosismo. Por ejemplo:
En qué momento del deseo
ha renunciado el lenguaje
para volverse sólo lengua...
O sea:
tú eres el principio del universo conocido por mí
y el final de cualquier vida inteligente
digo como si fuera una bacteria
en la apertura de toda evolución...
Y ese tipo de cosas.
En una de nuestras conferencias virtuales, linkeamos el video de Poppy Z. Britte. Un video de antes de las inundaciones. Era una historia antigua, pero en cierta forma conmovedora. Ella hablaba en un perfecto inglés de Nueva Orleans. Explicaba cómo amaba a sus gatos y odiaba el calor. Cómo en pleno verano tenía que deshacerse de la blusa, del corpiño, para soportar la temperatura. Y cómo debía de resguardar a su legión de amados felinos en una habitación especial, a veces en jaulas hechas con alambre. Como si fueran gallinas. Porque si no todo lo meaban.
Y seguía, con esa perfecta seducción de joven maestra de escuela antigua. Acariciaba nuestros sentidos, recónditamente. Como una fantasma. Pero viva. Insinuante. Inocente. Como un ángel.
Y continuaba explicando lo de las argollas en sus pezones. Y cómo eran tan finas, tan de plata, tan como picaportes que llaman al deseo, lo atraen, lo jalan de hecho. Y cómo, decía ella, en un descuido, una de las argollas había llamado a la desgracia. Se había atorado en el alambre de una de las jaulas. Justo en el momento en que Poppy alzaba a uno de los gatos.
El pezón se desgarró.
Sangre, dolor; alarma después porque la bella forma del seno, del extremo de la piel, quedara deshecha, como si el rostro más hermoso del mundo terminase con una sonrisa horrible. Una mueca.
Pero entonces Poppy veía por un segundo al espectador. Su mirada tan lejos de la mirada de los gatos, tan cerca del espejo del deseo. Inesperadamente realizaba con las manos un movimiento, casi impersceptible, bajaba el escote de una blusa de tejido flexible, y mostraba su seno derecho.
Ahí estaba un universo de luz rosa, pálida, admirable, rodeando el centro rojo, suave púrpura de un pezón perfectamente bien formado. Sin rastro alguno de cicatrices.
Eso era todo: la curación milagrosa. El pecho intacto.
Y luego ya presentamos algunos poemas multimedia sobre la forma de las chichis de Poppy, las nalgas de Madonna, el pubis de alguna diosa del porno. Las letras y el sonido de la voz en los poemas iban formando cada figura, cada imagen, como si tatuaran sobre el espacio un laberinto de carne.
Eso hacíamos a veces. Otras presentábamos las noticias —en endecasílabos satíricos— sobre tecnócratas, abogansters y empresaurios, mientras superponíamos la transmisión pirateada de algo conocido como naked-net o naked-news, ya ni me acuerdo bien. Una presentadora iba deshilvanando lo más importante del día, y como si se desprendiera de cada información, una parte de su indumentaria iba cayendo. Al final, totalmente desnuda, sólo quedaba la buena nueva de su cuerpo y su sonrisa.
A veces hacíamos jip jop y jop jip sobre algún narco.
En una ocasión nos suicidamos grupalmente. O sea que para escapar a la persecución de un sicario (el licenciado Porrón Madrazo, que nos odiaba y a quien también odiábamos), fingimos nuestra muerte.
Y todo fue tan realista que hasta nosotros creímos morir.
Y nos gustó estar muertos.
Así nos convertimos alegremente en unos difuntos virtuales, compadres de la parca, amantes de las sombras, o sea en nomáslosmuertosestánbiencontentos.com.mx

después: 4 ángeles ke caen, caen, caen, caen



NIÑO(S) PERDIDO(S)
(prólogo)


I
El niño cambió de controles. Situado con casco, audífonos, lentes y guantes en el espacio virtual, siguió al icono de la rata que lo llamaba. Una trampa, era una trampa, y él se percibió como la rata mientras que el icono terminaría siendo el queso que lo capturaría en la ratonera. Pero no le importó. La figura virtual, plateada, brillante con matices ocre, rutilaba, se detenía para sonreírle y mirarlo; lo incitaba a seguir.
Estaba mareado y al mismo tiempo lúcido. La experiencia se asemejaba a cuando trasnochado en vacaciones, se levantaba después, temprano. Durante todo el día sus sentido exacerbados por la falta de sueño parecían captar más detalles de la realidad y más rápido. Ahora sentía igual pero en forma agudizada, punzante: los labios irritados, los ojos con pequeñas agujas extrayéndole lágrimas, su lengua torpe y seca pero con ganas de decir apresuradamente muchas cosas, su cabeza como un globo de gas que tiraba hacia el cielo, mientras que en los oídos la navaja de un sonido agudo, un reactor atravesando su ventana mental, lo cortaba en dos.
La red, con su confusión de apartados, entradas y salidas, silbidos y retumbos, se había convertido en una escala gráfica que presentaba edificios exóticos, líneas de energía, círculos luminosos, túneles y puentes imposibles por donde él seguía corriendo, a toda marcha, tras la rata.
El icono hizo una finta, como para desviarlo a unos pequeños letreros —luminosos y al mismo tiempo turbios— que decían «Sex XXX», «Bizarre». «Mondo», «Snuff». Pero luego retomó la vía principal, saltando tres barras paralelas y horizontales formadas por haces de luz rosada. Y continuó la carrera.
¿Era una ciudad virtual o todo un universo interminable?
Vio de pasada a otros cybernautas en forma de rastros presurosos, de chillidos metálicos, que sólo dejaban colas de cometa al pasar, siguiendo su propias rutas en la red. Hubiera deseado que aquello fuera un sueño para despertar en el momento preciso, pero tenía la piel pegada a los guantes, la mirada vacía dejando que la velocidad de su luminosa carrera lo penetrara, el cráneo irradiado por el simple vértigo de la luz en movimiento y el sonido de saxofones agudos. No era posible zafarse.
Esa vez lo salvó el sudor. Los lentes se nublaron, el casco le escoció el cuero cabelludo, los guantes comenzaron a emitir pulsaciones eléctricas cercanas al corto circuito. Tuvo que dejar ir a la rata.
Pero habría más ocasiones. Claro, muchas más veces se internaría en el cyberespacio para seguir al mismo icono o a otra imagen en la que, sin embargo, la misma sonrisa incitante lo obligaría a seguir, a perderse entre la red, a dejar de ser él mismo. Pero el icono nunca le habló, nunca usó la capacidad virtual de reproducir sonidos y desdigitalizarlos a través de los audífonos. No hasta aquella última vez.
Después descubrió dónde comenzaba el juego. Había un letrero, «BABILONIA», con mayúsculas, y más pequeña, una cinta que decía «programa experimental para la red». Lo leyó en español, pero supo que lo mismo podría estar en inglés o en ruso, pues igual lo entendería. Inmediatamente apareció el icono. Era una figura de comic esta vez, como en otras ocasiones había sido un perro, un osito de felpa, una rata rutilante, un payaso vestido con cuerpo de mujer o una momia con cara de gato o de chacal. Nunca importaba, entre todos los signos, iconos e imágenes que se presentaban para crear una seducción virtual, él siempre reconocería a su amigo. Era la sonrisa y, también, los ojos, el contraste entre la amable invitación de aquellos labios y la mirada acechante, malvada, seductora.
Después de muchos intentos, el niño llegó por fin un día a la superficie donde terminaba todo, el límite de BABILONIA: un emulador gráfico reconstruía las imágenes interdimensionales de un bosque que nada tenía que ver con el único que él conocía, Chapultepec. Sólo había árboles, pasto, matorrales. Ninguna banca, ningún rellano o pasaje asfaltado. Nada de esculturas o fuentes, puestos de tortas y golosinas. Sólo el bosque con un sendero. Apareció una hormiga, con la misma sonrisa de siempre, igual la mirada, entre divertida y peligrosa.
El reconoció el guiño de complicidad y complacencia, y supo que estaba perdido.


jueves, 7 de mayo de 2009

Blog de Wonderlandia
Digo:
Me prometí no hablar más con groserías, para no darle la razón sobre su supuesta superioridad ligüística, o literaria, o poética, o cultural, o lo ke sea, y en vez de decirle ke era un mamón, sólo le dije: presuntuoso, altanero, engreído, petulante, jactancioso, y todos los sinónimos de word para mamoncete de mierda.
Esta vez no tosió. Tras de su cubreboca se adivinaba un esfuerzo por no hablar y así contener la tos delatora.
Y es que ahora hay ke adivinarlo todo.
Cada kien intenta ser como siempre ha sido. Pero traemos máscaras. Andamos embozados como los bandoleros de las viejas películas del oeste en un aburrido carnaval. Los cubrebocas pueden ser verdes, morados, blancos, azules, lilas.
E incluso se convierten cada vez más en formas personales de expresión. La máscara ke nos oculta también puede hacer ke nos delatemos voluntariamente, o ke nos encubramos más cuando intentamos mostrar lo ke creemos ser. O simplemente nos da pretextos para decir o crear cosas.
Por ejemplo: como si fuera una reivindicación política, o sexual, o ideológica, José Luis iluminó su cubreboca con el arco iris gay.
O la máscara sanitaria puede ser la representación sencilla de un deseo: Gimena le pintó una bokita de happy face.
Y hasta es posible convertir los cubrebocas en intervenciones estéticas sobre una realidad higiénica impuesta, persecutoria: Carlos hizo ke Mauricio imprimiera en serigrafía varios tapabocas con la sonrisa enigmática del Che, y en seguida los vendieron como piezas de arte epidemiológico.
Incluso aparecen copias de ideas ajenas: unas chavas de La Esmeralda kerían hacer lo mismo con una de las pocas sonrisas documentadas de Duchamp, pero comprendieron ke nadie percibiría su concepto, así ke, siguiendo a Warhol, hicieron tapabocas con la trivial sonrisa de la Gioconda.
Y así.
Yo, en un esfuerzo por ser más original y literaria, iba a poner una frase, el epitafio de H. G. Wells, pero kién soy yo para maldecirlos a todos.
Sólo maldigo a este mamoncete de mierda ke cree estar en el derecho a tener premoniciones oníricas sobre mis procesos fisiológicos.
Con su máscara blanca.
Con su tos encubierta.
Kiero denunciarlo. Ke se lo lleven a un hospital. Ke lo incomuniken del mundo.
Ke sus sueños no vuelvan a tocar mi cuerpo.
Me alejé de él. Fui a casa y le puse chakira a mi cubreboca, como había recomendado en la tv Julieta Fierro, ke es astrónoma, pero también maga. Kedó como una diminuta indumentaria cora o huichol o algo. También le puse plumas de faisán pigmeo y un redondel con malla, como un atrapasueños. Un vestido ke protege mis narinas, un escudo ke resguarda mi rostro, una red ke cubre la desnudez de mis sentidos y mis sueños.
Creo ke por hoy me encuentro a salvo.
:)

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Blog de Overbass
Sentido común...
En su pinche idioma gutural que tienen ellos, gritan –según esto cantan–, algo así como “los blancos son chingones, los otros son pendejos”, y, abajo, una pequeña multitud de jóvenes no blancos, algunos bastante morenos, o sea “los otros”, gritan alucinados, casi orgásmicos; el vocalista casi podría sacar su verga, blanca y fofa como salchicha de cerdo catalana, y mearlos a todos con desprecio, y ellos seguirían gritando de placer. Y todo por la módica cantidad de 50 dólares.

El sentido común es tan común que a veces carece de sentido, sobre todo para abordar las cosas inusuales, le dije a Sophía. Ella es una férrea defensora del positivismo silvestre: cree que las personas siempre tienen, básicamente, la razón. Si no, no existiría la democracia, razona, como quien encuentra una prueba tautológica más férrea que el acero.

Pero entonces preguntarse porqué las personas quisieron llegar a este punto.
Desde las leyes que supuestamente persiguen al narco y que dejan indefensos a millones de ciudadanos ante una arbitrariedad policiaca o castrense, hasta los anuncios de yogurt y de galletas y bebidas: si en el pesero un estúpido le pone un arrimón a una chava, merece morir quemado; si un burócrata –privado o estatal– niega el trabajo a un joven, merece la tortura; si un tipo desperdicia el agua, la solución es que lo aplaste una enorme botella de jugo; si los decibeles de tu jipjop molestan al vecino, entonces tienes derecho a volar en pedazos su casa.
ETC.
Parece como si el fascismo fuera la solución a los problemas de convivencia, al desperdicio o al acoso, a la falta de oportunidades o simplemente al aburrimiento.
¿Los derechos humanos deben respetarse sólo si son los tuyos?
¿La violencia es buena siempre y cuando tú seas el más fuerte? Claro, con una guardia pretoriana, más eficaz que la de César o Musolini, para respaldarte.
¿A este tipo de sentido común hemos llegado?
Por eso no extraña que, ante la constancia reiterada de un fascismo civil, paramilitar del narco, se proponga como recurso único el fascismo del Estado, encubierto en leyes de espionaje, de poderes insólitos de allanamiento para la policía y el ejército. Por eso la enfermedad de codicia de los bancos cumple una función social: es mejor que el agiotismo sea corporativo a que sea un lucro de prestamista de barrio. Por eso se le puede quitar la casa a la gente simplemente bajo sospecha o denuncia. Enajena y luego averigua, dispara y luego mira.

A mí no me gustan las drogas –excepto el café y el tabaco, y a veces las chelas–, y no tengo casa que me quiten. Ni tarjeta de crédito que me arrebate carne del pecho. No debería estar tan preocupado. Dejar pasar y dejar hacer. Pero como sólo tengo la libertad, y como esta es cada vez menor, más acotada, menos cierta, no sólo me preocupo: estoy francamente encabronado.
En fin....
:(

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Dice:
Según él, tiene sueños todo el tiempo. Cada vez ke escucha en la tv ke los puercos gozan orgasmos de 30 minutos, alucina ke es un cerdo, un marrano, una bolsa de chicharrones ke cruje durante media hora en la noche.
Puede parecer absurdo. Incluso un poco estúpido. Claro.
Pero ayer me dijo: anoche soñé ke hoy estabas mestruando –lo pronunció así, sin la “n”, o lo oí de esa forma, pues su cubreboca sólo dejaba entender las palabras, + o -, pero no la entonación, como si estuviera tres veces mormado–, y se me acercó, para luego alejarse sin agregar otra cosa.
Yo no lo había previsto, pero me bajó la ruler, inesperadamente sentí cómo iba a salir el torrente. Blenorragia, había leído hacía tres años en internet, cuando apareció por primera ocasión el flujo incontenible, después de muchos dolores. Pero era la primera vez ke sin ningún aviso se presentaba esa marea roja.
Tenía tres bolsitas de kleenex como parte de mi kit epidemiológico. No podía irme a mi casa pues apenas estábamos de regreso en la facultad tras la estúpida contingencia sanitaria. Por suerte habían hecho el aseo a fondo de los baños, así ke no me dio tanto asco ir y confeccionarme una toalla sanitaria improvisada con los pañuelos desechables. Me lavé las manos y además me puse pinol de un fraskito ke había llevado. No existían posibilidades de ke el olor se notara.
Él traía un tapabocas reforzado, obsesivo, como los ke se usan para pintar coches o en las películas cyberpunkys mexicanas. Un bozal de perro catatónico, suspendida la tos en sordina para ke nadie lo señale como si fuese un apestado.
Así ke no creo ke me haya olido.
Así ke sí creo ke me soñó menstruando.
Es un cerdo.
Debería señalarlo como infectado y tosigiento con el control epidemiológico para ke lo aíslen al menos unos días. O una semanas, o meses.
Debería.
Voy a pensarlo.
:(

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Pesadilla No. 13
Despertarse y no inscribir los sueños es perderlos. Pero las pesadillas te persiguen todo el día. No es que se queden fijas, como una película fiel a ella misma. Ni que se deformen, pues de por sí ya son distorsiones. Las pesadillas se aparecen de pronto, igual que los sueños de un chaman al plasmarse sobre rocas. Como el expresionismo narrativo, mágico, alucinatorio en las Cuevas de Altamira y en los retablos pétreos de los bosquimanos de Sudáfrica. Esa es la teoría.
Cierro los ojos para confrontarla con el recuerdo de este mal sueño.
Cierro los ojos y deseo olvidar.
Cierro el recuerdo y deseo morir.
Por eso estoy enfermo. Cada vez que mis párpados caen, sueño que escapo a los controles sanitarios. Huyo, y conforme voy corriendo más y más, la tos se fuga de mi garganta como el sonido seco, atropellado de un batallón de ataque: el resonar de las botas de las brigadas epidemiológicas que me persiguen a toda prisa.
Soy peor que un narco. Pero me escondo tras mi máscara. Llego a una fiesta donde están Cristina Faesler y Gabriel Orozco y Aceves Navarro, La Congelada de Uva y Pancho López, sobre un fondo de burbujas planas de colores, en un antro que se parece un poco a la Uta o al Under, y quieren hacerme bailar. Huyo.
De nuevo corro, asfixiantemente. Atravieso Insurgentes hasta CU. En el MUAC encuentro una instalación. El letrero dice: “nada de agarrones olímpicos o besuqueos”.
Me quito la máscara. La carrera ha descongestionado mis pulmones. Cero que ya estoy curado, desaparece la enfermedad; mi cuerpo se siente fresco y sano.
Me percibo a salvo aunque no pueda fajar ni cojer y ni siquiera besar.
Entro a una sala llena de luz. Pegados en el suelo y sobre los vidrios hay nacormensajes escritos con sangre sobre notas de consumo de Samborns y VIPS.
Y desde el techo, alto y clareado por luces azulosas, caen unas cuerdas delgadas de las que cuelgan las cabezas de los narcos y los policías y militares y civiles víctimas de narcoejecución. Hombres, mujeres, niños. Y unos cuantos cuquitos.
Aún gotean levemente los cuellos cercenados. Aún se percibe el olor a sangre.
Me acerco a una de las cabezas, inusualmente fea. Su aspecto recuerda la testa de un maestro rural muerto por los cristeros. Le han cortado las orejas antes de decapitarlo. Lo miro fijamente. Abre los ojos. Sonríe. Estornuda sobre mi rostro. Y yo vuelvo a enfermar. Todas las cabezas ríen, y, cada vez más cerca, se escuchan, de nuevo, las botas triturantes, vertiginosas, de las brigadas epidemiológicas que vienen por mí.
Me desperté. Sudaba. Copiosamente. Tosí un poco, sólo para comprobar que la fiebre tenía una razón de ser: todavía estoy infectado.
Cerré los ojos para no morir en el sueño de estar despierto.
Y soñé otra vez. Y llego de nuevo a la vigilia, a media noche, repentinamente, con la imagen perturbadora por su seducción: soñé que ella menstruaba.
Necesito decírselo mañana.
:)