viernes, 8 de mayo de 2009

después: 4 ángeles ke caen, caen, caen, caen



NIÑO(S) PERDIDO(S)
(prólogo)


I
El niño cambió de controles. Situado con casco, audífonos, lentes y guantes en el espacio virtual, siguió al icono de la rata que lo llamaba. Una trampa, era una trampa, y él se percibió como la rata mientras que el icono terminaría siendo el queso que lo capturaría en la ratonera. Pero no le importó. La figura virtual, plateada, brillante con matices ocre, rutilaba, se detenía para sonreírle y mirarlo; lo incitaba a seguir.
Estaba mareado y al mismo tiempo lúcido. La experiencia se asemejaba a cuando trasnochado en vacaciones, se levantaba después, temprano. Durante todo el día sus sentido exacerbados por la falta de sueño parecían captar más detalles de la realidad y más rápido. Ahora sentía igual pero en forma agudizada, punzante: los labios irritados, los ojos con pequeñas agujas extrayéndole lágrimas, su lengua torpe y seca pero con ganas de decir apresuradamente muchas cosas, su cabeza como un globo de gas que tiraba hacia el cielo, mientras que en los oídos la navaja de un sonido agudo, un reactor atravesando su ventana mental, lo cortaba en dos.
La red, con su confusión de apartados, entradas y salidas, silbidos y retumbos, se había convertido en una escala gráfica que presentaba edificios exóticos, líneas de energía, círculos luminosos, túneles y puentes imposibles por donde él seguía corriendo, a toda marcha, tras la rata.
El icono hizo una finta, como para desviarlo a unos pequeños letreros —luminosos y al mismo tiempo turbios— que decían «Sex XXX», «Bizarre». «Mondo», «Snuff». Pero luego retomó la vía principal, saltando tres barras paralelas y horizontales formadas por haces de luz rosada. Y continuó la carrera.
¿Era una ciudad virtual o todo un universo interminable?
Vio de pasada a otros cybernautas en forma de rastros presurosos, de chillidos metálicos, que sólo dejaban colas de cometa al pasar, siguiendo su propias rutas en la red. Hubiera deseado que aquello fuera un sueño para despertar en el momento preciso, pero tenía la piel pegada a los guantes, la mirada vacía dejando que la velocidad de su luminosa carrera lo penetrara, el cráneo irradiado por el simple vértigo de la luz en movimiento y el sonido de saxofones agudos. No era posible zafarse.
Esa vez lo salvó el sudor. Los lentes se nublaron, el casco le escoció el cuero cabelludo, los guantes comenzaron a emitir pulsaciones eléctricas cercanas al corto circuito. Tuvo que dejar ir a la rata.
Pero habría más ocasiones. Claro, muchas más veces se internaría en el cyberespacio para seguir al mismo icono o a otra imagen en la que, sin embargo, la misma sonrisa incitante lo obligaría a seguir, a perderse entre la red, a dejar de ser él mismo. Pero el icono nunca le habló, nunca usó la capacidad virtual de reproducir sonidos y desdigitalizarlos a través de los audífonos. No hasta aquella última vez.
Después descubrió dónde comenzaba el juego. Había un letrero, «BABILONIA», con mayúsculas, y más pequeña, una cinta que decía «programa experimental para la red». Lo leyó en español, pero supo que lo mismo podría estar en inglés o en ruso, pues igual lo entendería. Inmediatamente apareció el icono. Era una figura de comic esta vez, como en otras ocasiones había sido un perro, un osito de felpa, una rata rutilante, un payaso vestido con cuerpo de mujer o una momia con cara de gato o de chacal. Nunca importaba, entre todos los signos, iconos e imágenes que se presentaban para crear una seducción virtual, él siempre reconocería a su amigo. Era la sonrisa y, también, los ojos, el contraste entre la amable invitación de aquellos labios y la mirada acechante, malvada, seductora.
Después de muchos intentos, el niño llegó por fin un día a la superficie donde terminaba todo, el límite de BABILONIA: un emulador gráfico reconstruía las imágenes interdimensionales de un bosque que nada tenía que ver con el único que él conocía, Chapultepec. Sólo había árboles, pasto, matorrales. Ninguna banca, ningún rellano o pasaje asfaltado. Nada de esculturas o fuentes, puestos de tortas y golosinas. Sólo el bosque con un sendero. Apareció una hormiga, con la misma sonrisa de siempre, igual la mirada, entre divertida y peligrosa.
El reconoció el guiño de complicidad y complacencia, y supo que estaba perdido.


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